Clara Ortega |
Estuve un momento varada en la quietud del silencio, pero no escuché nada extraño.
La curiosidad mató al gato, me dije. No bajes, puede ser peligroso. Por otro lado, pensé en mi madre y ante la posibilidad de una explicación melodramática, sonreí para convencerme a mí misma de que solo había sido un sueño. Miré el móvil. Después, la ausencia de luz de la ventana: las 5 de la mañana. Bajaré, comprobaré que todo está en orden, beberé agua y volveré a la cama para dormir otro ratito.
El frío caló mis huesos; una mezcla de bajas temperaturas y miedo se había apoderado de mí. Ponerme una bata lo arreglaba en parte. Cuando mi mano ya acariciaba el pomo de la puerta, miré hacia el escritorio para buscar rápidamente algún objeto con el que defenderme, por si acaso. Algo que no pareciera ridículo si finalmente era una falsa alarma y mi familia me pillaba deambulando a esas horas por la casa. Un trofeo de baloncesto... No. Un bote de lapiceros... No. Unas pesas... No. Un cutter... Es posible. Una jarra de cristal de medio litro... Podría valer. Finalmente cogí la jarra del asa y metí el cutter en el bolsillo de la bata.
Salí despacio, atravesé el pasillo. Cuando tienes miedo, los pasillos se hacen interminables en la noche, especialmente a oscuras. La luz del teléfono móvil alumbraba el camino. Estaba siendo demasiado exagerada; seguramente había soñado aquel grito y me estaba creando una auténtica película de suspense. Pensé: si mis hermanos supieran la que estoy liando estarían semanas riéndose de mí. En ese momento, pasé por sus dormitorios. Me asaltó el pensamiento de que si hubiera sido real se habrían enterado ellos también. Abrí despacio la puerta del dormitorio de los mellizos para comprobar que dormían: No estaban en sus camas. Eso no era posible. ¿Dónde estaban? Yo misma vi cómo subía Jaime a dormir. Pedro suele quedarse otro rato viendo la TV con Ana, mi hermana mayor. Me acerqué a la habitación de esta para comprobar si estaba en cama: nada, su cama estaba desecha y vacía. Quizá todos habían bajado al oír el grito de mi madre, pero en ese caso los habría escuchado bajar y hablar entre ellos; sin embargo no se escuchaban ruidos.
Mi estado de ansiedad me estaba subiendo hasta la garganta. Apenas podía tragar. Abrí todas las puertas del pasillo y encendí las luces. No había nadie. Bajé las escaleras hasta el dormitorio de mis padres y abrí sin llamar antes a la puerta. Ni siquiera me planteé pillarlos desnudos o asustarlos al entrar. Solo pensaba en encontrarlos en la cama, tan solo eso.
Nada, la cama deshecha sin rastro de mis padres.
Miles de razones se me pasaron por la cabeza; ninguna coherente, ninguna posible, ninguna realista.
Mi respiración se convirtió en un jadeo asfixiante y en mi pecho se agolpaban sin control los latidos de mi corazón. La vista se me nublaba. Caminé por la casa pasando una y otra vez por todas las habitaciones, buscando una explicación y llamando a mi madre con la voz quebrada y rota.
Cansada de buscar, me senté en el sofá sin saber qué hacer. Una mano se posó sobre mi hombro. Me levanté y automáticamente metí la mano en el bolsillo. Me giré bruscamente con el cutter y la jarra de cristal en posición de ataque. En ese instante, mi madre me miró aterrada y gritó. Caí desplomada en el suelo.
Me desperté confundida. Había escuchado gritar a mi madre, pero no estaba segura de si el grito procedía del sueño o era real… Por otro lado, tenía la sensación de haber vivido antes ese momento.
Clara Ortega Ramírez.
Escritora, autora de "Ojos de Cristal" de la editorial Cuentos del Picogordo, "Dame pan y dime tonto", con ilustraciones de Albino Torres, "Zahraa Luna, Un verano inolvidable", "Arrimasando", entre otros muchos trabajos literarios.
Presidenta de la Asociación de Escritores "El Común de la Mancha"
Directora de la revista literaria "DLetras"
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