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Luz y emociones.

 

Nicoleta Talpa
 Aquel día, Alejandra abrió la puerta de la clase con timidez. El sudor corría por su frente, ni siquiera recordaba como llegó a la escuela de arte.

Sus padres la animaron de pequeña a dibujar diciéndole que tenía mucho talento y que detrás de esa timidez se escondía un genio. El sueño de su vida era ser una gran artista.

Ella dibujaba con pasión, creía que en lo artístico había encontrado la forma de expresarse para defenderse de su timidez e inseguridad.

Unos años más tarde se apuntó a un curso de pintura en una escuela privada, su idea era formarse, desarrollar su creatividad, conocer a gente nueva y quizás algún día tendría su propia exposición.

Tenía que trabajar mucho, desarrollar muchos proyectos, pero a ella no le importaba, así que dibujaba y pintaba para mejorar. Seguía los  consejos de su profesora con la esperanza de que algún día crearía algo único y que su trabajo merecería una exposición en aquella escuela. Durante mucho tiempo, cada vez que Alejandra terminaba algún cuadro o hacía algún dibujo y se lo presentaba, la profesora le decía que no, que no era bueno, y se lo rechazaba .No aceptaba nada de lo que ella hacia. 

El miedo de no estar a la altura la llevó a la desesperación, convenciéndose de que no valía como artista, aunque su familia y sus amigos, cada vez que les enseñaba sus obras, le decían que tenía mucho talento.

Una mañana, cuando llegó a la escuela y le presentó a la profesora su nuevo trabajo, ella la miró con desprecio y sin apenas prestarle atención, le repitió, como tantas veces antes, que no.

Alejandra, huyó de la clase con la mirada perdida. Con lágrimas de dolor recorriéndole sus mejillas se sintió una fracasada, quería esconderse donde nadie pudiera verla. Desde aquel momento dejó de pintar, puso fin a lo que más le gustaba y durante mucho tiempo siguió resonando en sus oídos aquel no de la última conversación que tuvo con su profesora. 

  Un año más tarde, decidió ir de vacaciones a Finisterre, un lugar especial y mágico de Galicia, sobre cual Alejandra había escuchado y leído muchas leyendas desde muy joven. Cuando llegó allí, dejó volar su mirada y cada rincón le pareció un lugar inolvidable, de ensueño… Durante miles de años se creyó que este era el lugar donde acababa la tierra firme y que, si los barcos se alejaban demasiado, caerían al abismo o serían atacados por monstruo marinos.

Mientras contemplaba el océano, una lucha comenzó en su interior: necesitaba dibujar aquello, aunque solo fuera para ella. Tenía que hacerlo, quería volver a sentir aquellas emociones que le producía el dibujo. Le temblaban las manos recordando el momento en que creyó que nunca volvería a dibujar, cuando pensó que ese era su fin del mundo, el fin de su carrera como artista. Sumergida en la magia del entorno, escuchando el viento, sintió que no podría negarse a dibujar algo tan increíble.

Bajó hasta el final de las rocas para acercarse lo más posible al agua y desde allí miró más allá, al horizonte, donde nace la luz y el océano y el cielo se funden. Sus manos empezaron a dibujar con seguridad, tranquilas… En aquel silencio impresionante, como si cualquier ruido pudiera contaminar la pureza del momento; desde allí salió una de las más bellas creaciones de Alejandra.

Sentada en una roca y disfrutando de un bello atardecer con el dibujo en la mano, se dio cuenta de que siempre hay algo más allá de eso que ella había pensado que era el fin del mundo. Pues ese es un lugar donde nacen los sueños y las almas sanan. Dejó piedras y conchas con mensajes para la memoria, para todos aquellos que pasaran por allí después de hacer el Camino de Santiago o simplemente venieran como visitantes atraídos por las famosas leyendas, como le había sucedido a ella.

O, quizá, esta sea la historia de una peregrina de tantas que han pasado por aquí, una pasajera que quemó su ropa y arrojó la ceniza al mar en un ritual de purificación y renacimiento. Después de bañarse en las frías aguas de la playa del pueblo decidió comenzar de cero su historia. Volvió a dibujar porque esa era su pasión, lo que a ella le hacía detener el tiempo, escapar, inventar nuevos mundos…, superarse. 

Entró en la Escuela de Bellas Artes donde consiguió ser ella mima, dibujando y creando a su manera, y allí fue aceptada y respetada por sus compañeros y profesores. Cada vez que recordaba con tristeza aquella etapa de su vida, sonreía. A pesar de haber sido herida tantas veces, seguía teniendo sed de conocimiento.

“Se necesita mucho  para empezar de nuevo, pero te debes a ti misma”, pensaba.

Todo el mundo tiene una fecha de cambio en su vida, pues ese día en Finisterre la vida de Alejandra cambió por completo. Aunque se apagó un tiempo, volvió a brillar aún más fuerte. 

Viajamos para encontrarnos y perdernos al mismo tiempo, para abrir nuestros corazones y ojos y para aprender más sobre el mundo.

Texto: Nicoleta Talpa ©

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